lunes, junio 16, 2008

La plaga







Por: Gloria Inés Ceballos.



Estoy en el cuarto piso, frente a la ventana de mi casa, observando el parque. Llega un joven vestido de overol y un perro amarillo, la raza, para mi la marca, no la se, pero creo que es bóxer. Él lleva en las manos una revista y la correa del perro, que por supuesto, está suelto. Mientras el animal hace popó en el pasto, el muchacho solo se interesa en lo que está leyendo. No ha traído ni bolsa, ni pala para recoger los deshechos. Sigue caminando y el perro va detrás.

Por una esquina aparece una empleada doméstica, con su delantal puesto y dos perros, ¿siberianos?, amarrados y sujetos de cada una de sus manos. Uno de ellos lleva un cono plástico en la cabeza, seguramente para impedirle rascarse, ¿o para que no muerda? A veces soy ilusa.

Más tarde aparece una señora que viene al parque dos veces al día con un perro de moda, “el labrador”. Trae juguete para lanzar y bolsa para recoger el popó. Ella tira la pelota y pone al perro a correr. Luego llega una señora de edad con un perro pequeño que tiene puesto un vestido, como un pijama. Seguramente le sirve para calentarse, pero ¡qué feo se ve!. También aparece un señor jubilado, aparentemente, con dos perros negros a los que han llevado a la peluquería para motilar dejando el cuerpo casi sin pelo y las patas peludas. Cruzan la acera con las correas y las suelta al llegar al parque.

En algunas ocasiones se encuentran varios animales de distintas razas, grandes y pequeños. Se olfatean, se dan la vuelta y se ladran. Cada uno reclama el espacio, ¿o el poder?, pero se muestran los dientes y se enfrentan. A veces sus amos los retiran, en otras conversan y se hacen amigos.

Un día, hace algún tiempo, decidí pasar por el parque para acortar camino y preciso, un perro se me vino corriendo. No se de dónde salió, ni a qué hora se me arrimó. Solo se que lo sentí enterrando sus dientes en mis piernas, escuché su respiración jadeante y sentí su calor desagradable, su piel contra la mía, su presencia imponente y el miedo me dominó. Perdí el sentido y me desconecté porque me sentí sola, desprotegida, indefensa, atacada, agredida por un animal que pudo ser controlado por su dueño y no lo hizo.

La impotencia se confrontó con la ira, la indefensión con la pelea por mis derechos, el temor por el grito de mi voz en contra de la indeferencia de muchos dueños de perros que creen que todos los humanos debemos querer los animales, solamente porque son sus mascotas y para ellos “no hacen nada”, porque ninguna de las veces que he dicho “por favor amárrelo que me da pánico”,han respondido algo diferente a “tranquila que no hace nada”, como si las solas palabras pudieran tranquilizarme.

No. Para mi son una plaga que aumenta en la medida en que se está volviendo cada vez más chic tener un perro como mascota, en cualquier parte, no importa si no hay espacio, si es pequeño el lugar para tenerlo, o si es una finca.

Los detesto. Me huelen mal, me molesta el ruido que hacen con sus ladridos, me fastidia caminar por la calle y pisar su caca; me duele no poder bajar al parque cuando hace sol para estar allí un rato y disfrutar de los árboles o sentarme a leer, sin el temos de un perro que se me acerca.

Me da rabia tener que cambiar de acera para no encontrarme con un animal que va suelto por la calle, porque su dueño cree que todo el mundo lo debe querer.

Y entonces me pregunto, si también hay muchas personas que están de acuerdo con el sentido de las expresiones que degradan a esa raza: “peor que un perro”, “con cara de perro callejero”, “más perro que…”

Pero finalmente, ¿qué me queda? Un hueco negro entre mi corazón y mi estómago que se agranda como un pozo cuando se acerca un perro, no importa su tamaño o su fiereza. Lo aterrador está en que yo me encuentre a su alcance y él no este amarrado.

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